(Me ha parecido interesante publicar en este Cuaderno el texto final del libro -editado el año pasado- Cartas antes de la derrota, como un pequeño ensayo dividido en tres entregas en viernes consecutivos. Si a alguien, después de su lectura, le apetece tener el libro, durante este tiempo enviaré muy gustosamente un ejemplar a quién me lo solicite por correo electrónico -info@jaimeg-creacion.com- o desde mi cuenta de Instagram.)
“Con Cartas antes de la derrota Jaime García nos propone una mirada a la sociedad de nuestro último medio siglo a través de retazos de la vida de un joven punk y de un viejo flamenco. Un punto de vista nada condescendiente con las generaciones nacidas tras el 68, sus antecedentes y la configuración de su futuro, un porvenir construido sobre una confusa estructura de pensamiento posmoderno. Con este libro, que se mueve entre la crónica y el ensayo, JG nos enfrenta, mediante una visión iconoclasta y desprejuiciada, a los intocables mitos de la cultura contemporánea occidental. Un libro que resulta ser una estupenda lectura para espíritus poco autocomplacientes.” (BRF, Escritos del Cuervo –Nota editorial-)
EL FIN DE LA MODERNIDAD,
DECADENCIA Y MUERTE DEL HUMANISMO
(Un comentario acerca del mundo en que me ha tocado vivir)
(PARTE 1ª)
El invierno de 1978-79 fue denominado por la prensa británica como el “invierno del descontento”. Resultó ser una de las estaciones más frías de hacía varios lustros en Reino Unido, durante la cual, la población tuvo que soportar horas diarias de corte en el suministro eléctrico a lo largo de bastante tiempo. El laborista James Callaghan, capitoste de la izquierda británica desde los años 60, llegó a la jefatura del gobierno tras haber pasado por todas las “carteras” llamadas de Estado (Hacienda, Interiores y Exteriores) en los últimos gobiernos socialistas desde mitad de los 60, solamente interrumpidos por un trienio conservador del 70 al 73. En el 78, el gobierno tuvo que aplicar una política económica de devaluación de la libra y de límites salariales para intentar controlar una altísima inflación que crecía a niveles inasumibles. Los sindicatos del sector público, mayoritario en ese momento, llamó a huelgas generalizadas para exigir mejoras en los sueldos. Estas huelgas llevaron a la sociedad, ya muy castigada, al límite. Huelgas de sepultureros, huelgas de basureros –que hicieron de las ciudades grandes vertederos–, piquetes a las puertas de los hospitales a los que solo permitían acceder a enfermos muy graves… huelgas en todo momento y lugar. Debido a esta situación, se implantó una jornada laboral de tres días en todo el sector público, lo que llevó a un racionamiento de ciertas necesidades básicas como la energía eléctrica. Como comentaba nuestro Joven, cortaban la luz varias veces a la semana en uno de los inviernos más duros de las últimas décadas. Esta situación afectó a toda la sociedad británica, no sólo a un sector productivo.
El Estado del Bienestar, política económico-social, fue aplicada en Europa después de la II Guerra Mundial por la mayoría de países, tras un consenso entre las “alas sociales” de la derecha y la izquierda, los democratacristianos y los socialdemócratas, ya que habiendo sido transferido en la guerra la casi totalidad del tejido productivo al Estado, llegan a la conclusión de que con la fuerza de este podían tener un control de la subida de precios y de salarios, manteniendo así cierta paz social hasta que se produjera un despegue económico. En los años 50 y 60 y hasta la crisis del petróleo de comienzos de los 70, Europa, Estados Unidos y Japón solo conocieron crecimiento económico y prosperidad. Mientras esto fue así, los Estados pudieron asumir un alto gasto público, pero cuando la economía mundial entró en una profunda crisis, los gobiernos fueron incapaces de mantener ese gasto social. Tenían la responsabilidad de plantear soluciones, aunque a la vez eran parte fundamental del fracaso del sistema productivo. Los poderosísimos sindicatos vendían bien caro el apoyo político. En Reino Unido los años 70 fueron especialmente difíciles para toda la sociedad, llegando a ser una crisis de impacto global. Todo esto desembocó en la derrota del gobierno laborista, incapaz de dar soluciones ni ilusión, y de plantear alguna apuesta por un nuevo modelo económico. Se nos olvida que en general la clase trabajadora es bastante conservadora. Aspira a tener empleo y seguridad en sus barrios para sus familias. Tras este colapso fue el momento de un modelo liberal representado en el mundo anglosajón por dos “monstruos” de la política, en Reino Unido, la primera mujer Primer Ministro, Margaret Thatcher, y en los EEUU, el otrora actor Ronald Reagan. Podremos discrepar de su orientación política, pero no podemos dejar de reconocer sus capacidades y sus fortísimas personalidades a la hora de asumir responsabilidades. Siempre que la izquierda se aleja de la realidad y se muestra incapaz de ofrecer soluciones realistas a los principales problemas de las personas, la derecha se rearma planteando estrategias que a medio plazo suelen dar resultado. Llegamos a unos años 80 con un éxito económico atlantista y un cada vez más debilitado bloque soviético. El accidente –y la ineficacia e incapacidad de actuación de la burocracia corrupta del aparato soviético– en la central nuclear de Chernóbil, es uno de los más claros ejemplos de cómo el “socialismo real” se derrumba. Primero cayó el muro de Berlín y poco a poco, como piezas de dominó, cada uno de los estados satélites de la Unión Soviética, hasta que en 1991 la URSS desaparece, y con esta el sueño o fantasía que anidaba en todo izquierdista occidental, de que la revolución mundial era posible.
Los 80 fueron el comienzo de un nuevo ciclo, en el que tras el despertar de la pesadilla de los 70, se inicia una nueva etapa hedonista de culto al dinero y a la especulación, con las élites sesentaochentistas de Berkeley al mando de la nueva economía tecnológica. Un “Capitalismo New Age”, en el que se trabajaba 20 horas al día hasta arriba de cocaína, para los fines de semana ir de retiro espiritual y unión con el cosmos, alejándose así de ese terrible consumismo opresor, el que eso sí, les permitía tener grandes casas y bonitos coches. Lo describe muy bien Michel Houellebecq en su libro del 98, Las partículas elementales, donde nos cuenta como “El Espacio de lo Posible”, un lugar nacido del espíritu del 68 para poner en práctica una “utopía concreta”, con principios de autogestión y democracia directa, se convirtió en los 80 en un centro para cursillos, reposo y motivación de los empleados de grandes empresas, aplicando terapias alternativas: “técnicas de psicología gesthal, rebirth, do in, análisis transaccional, meditación zen, psiconeurolingüiística, astrología, tarot egipcio, meditación sobre chackras, energías sutiles, masaje sensitivo y de liberación de la orgona”.
Este gran batacazo de la “revolución proletaria” alejó a los obreros cada vez más de la “Nueva Izquierda”, que Harold Bloom identificó como la “Escuela del Resentimiento”, una izquierda intelectual universitaria, que había reciclado el marxismo científico en un posestructuralismo posmoderno, y la lucha de clases en pequeñas revueltas identitarias de género, de raza, contra el arte y el pensamiento, al calor de las teorías del poder de Michel Foucault, y una radical lucha contra la biología mediante la autodeterminación de los constructos sociales definidos por el postmoderno Derrida. Un nuevo ideario pequeño burgués, de jóvenes urbanos que no han sufrido ninguna calamidad, más allá de no saber hacia dónde dirigir sus aburridas vidas. Un magnífico humus en el que germinaron con facilidad las semillas verborreicas y pedantes de lo que los americanos denominaron French Teory.
Este texto está planteado desde un punto de vista de reflexión personal, sin ningún rigor académico. Lo he escrito a partir de la observación, que como artista, me ha ayudado a pensar sobre diversos fenómenos y sobre la realidad que me ha tocado vivir. Desde esa óptica y quizá aplicando en mi análisis lo que denominamos “sentido común”, me resulta bastante paradójica nuestra sociedad occidental. Es posible que lo que voy a decir a partir de este momento, pueda llegar a ser ilegal muy pronto debido a un cuerpo de nueva legislación sobre la “memoria” y la protección de diferentes “colectivos”, que se está imponiendo en nuestro entorno. Considero que lo que denominamos Civilización Occidental, esa que surge en torno al Mediterráneo y que tiene como referentes a los clásicos griegos y romanos, y posteriormente al cristianismo como aglutinador, ha sido bastante exitosa, ya que si miramos a los cinco continentes, gran parte de las estructuras sociales democráticas –amparadas por la Declaración de los Derechos Humanos–, económicas de libertad de mercado, y todos los avances tecno-científicos generados a raíz de las sucesivas olas de industrialización -que han sido asumidos en mayor o menor medida por la mayoría de países- son fruto del pensamiento occidental.
Tras la caída de Constantinopla en manos del Imperio Otomano en 1453, que podría haber sido el fin del cristianismo y de Occidente, Europa buscó vías alternativas de relación con Oriente a través de nuevas rutas marítimas abiertas por las expediciones castellanas y portuguesas, que posibilitaron un nuevo desarrollo económico, un mundo global con el que se empezó a definir la Era Moderna.
Podemos ver esta excepcional epopeya como una historia de genocidio y de guerras, de muerte, dominación y esclavismo, pero ¿podríamos ver la historia de otras culturas y civilizaciones ajena a las dinámicas de guerra y colonización? ¿Podríamos ver la historia del Mediterráneo sin la ocupación, el saqueo y la influencia cultural? –Por ejemplo, Cádiz, de fundación fenicia, después tomada por los cartaginenses tras las guerras púnicas, luego colonizada por los romanos al ganársela a Cartago, y tras la decadencia del Imperio Occidental las sucesivas invasiones de visigodos y bizantinos, hasta llegar a las primeras expediciones de saqueo de los árabes y su posterior conquista–. ¿Se puede entender el norte de Europa sin la lucha fratricida? –La Gran Guerra del Norte entre Suecia y sus vecinos Dinamarca, Noruega, Rusia y Polonia, que estaban en conflicto ya desde comienzos del XVI y que finalmente produjo una serie de cambios territoriales: Rusia se anexiona las provincias bálticas suecas y una parte de Finlandia, Prusia la mitad de la Pomerania Sueca, Hanover de los ducados de Bremen-Verden, Dinamarca recupera el dominio completo de Schleswig y Holstein–. ¿Podemos ver la civilización oriental sin la guerra, el sometimiento y la imposición de la cultura? –Como las Guerras de Unificación chinas, de finales del siglo III a. C. entre el Estado de Qin y sus rivales, Han, Zhao, Yan, Wei, Chu y Qi–. ¿Por qué no se menciona con el mismo énfasis, y se estudia, con la misma seriedad que el tráfico de esclavos a las américas, el tráfico desde el África subsahariana a las regiones musulmanas, cuando millones de personas fueron vendidas por diferentes tribus negras a sistemas esclavistas árabes? –aún hoy se mantiene extraoficialmente en muchos países de esa área– ¿Por qué es menos importante la sucesión de pestes y epidemias que asolaron Europa, diezmando radicalmente su población, que la viruela en América? O para ir definitivamente a la cuestión ¿tendríamos que exigir la petición de perdón al criollo López Obrador, –autoproclamado gobernante heredero de los “pueblos originarios”–, por las guerras, el esclavismo, el sacrificio humano, los impuestos, el robo y el saqueo del imperio Mexica mesoamericano sobre sus poblaciones vecinas antes de la llegada de los españoles? (Por cierto, los Aztecas llegaron al Valle de México mediante la destrucción, en 1430 –no mucho antes que Cortés–, cuando la “Triple Alianza” derrotó al Imperio Tepaneca, dominador de esta zona.)
Creo que la historia de la humanidad es un relato de dolor, de miseria, pero también de grandes proezas y hallazgos maravillosos y Occidente y su pensamiento crítico-analítico ha alcanzado altas cimas en la ciencia, el arte y la cultura.
Tras los primeros viajes transoceánicos se empezaron a concretar una serie de reformas sociales y legislativas, nuevas teorías filosóficas, una renovación de la religión y una serie de instituciones que, mediante la aplicación de la razón crítica y el conocimiento científico, definieron un tipo de relaciones sociales en las que el hombre llegó a ser eje y medida de su acción. El Humanismo.
De Francisco de Vitoria a Juan Luis Vives, de Descartes a Voltaire, de Locke a Montesquieu, D’Alembert, Diderot, de Hume a Kant, y una sucesión de revoluciones burguesas que, modificando toda una estructura institucional, llegaron a establecer un razonable equilibrio entre el individuo, y su libertad, y la sociedad, entre el bien común y el particular, entre la ley natural y las nuevas relaciones sociales. Un vigoroso aparato filosófico que apostaba por la crítica y la razón, por el método científico, para lograr cierta objetividad y crear un marco general de entendimiento que propició grandes avances tecnológicos y una economía dinámica que se regulaba a cada nuevo escenario para evitar excesivos abusos y desequilibrios.
¿Es perfecta la democracia liberal? ¿Es perfecto el método científico? ¿Es perfecto el reparto de poderes para crear contrapesos en su ejercicio? ¿Es perfecta la representatividad política? Seguro que no, y creo que es bastante difícil imaginar un sistema político que lo sea. Ya hemos visto la dificultad de llevar a término programas utópicos que, aunque aspirando a una realidad mejor, generan insoportables desequilibrios casi siempre en contra del individuo. Ya desde Platón con su República Ideal –una tiranía dictatorial en la que el arte es implacablemente censurado y toda la actividad productiva y creativa está subordinada a una fanática casta militar–, hasta, por ejemplo, el bien conocido “Gran Hermano” de la novela 1984 de Orwell, podemos ver cómo funcionan las utopías.
Pero no hace falta irse a la literatura. La mayor utopía intelectual puesta en práctica, y durante más tiempo, ha sido el comunismo en sus distintas versiones, algunas no solo criminales sino extravagantes: Unión Soviética, China, Camboya, Corea del Norte, Etiopía o Cuba –No es necesario detallar como han llevado la “felicidad plena” a los individuos y el “bienestar social” en cada uno de estos países la aplicación del comunismo–.
Tras el rápido avance del progreso tecno-científico de finales del XIX a principios del XX, comenzarán realmente las primeras crisis de la Modernidad. Intereses en conflicto en el sistema productivo, entre el capital y la fuerza productiva, hicieron que se llegaran a plantear diferentes alternativas como solución. Posiciones revolucionarias en países en proceso de industrialización, como Rusia, en conflicto con fuerzas reaccionarias, o posiciones reformistas en países industrializados pactando diferentes vías para moderar los desequilibrios sociales. La Gran Guerra fue el primer gran terremoto en el mundo industrializado. Una guerra ya con material pesado de destrucción, en la que los estados-nación, y sus alianzas, fueron puestos ante el espejo de un nuevo tiempo. Y tras esta guerra llegaron las primeras fracturas estructurales en el pensamiento y la cultura. Aparecieron las vanguardias artísticas y revolucionarias, animando a un cambio de modelo social mediante la revuelta: el futurismo italiano ya anticipó este movimiento en el 12 y los constructivistas rusos a partir del 14, participando con fervor en el proceso revolucionario del 17, hasta que Stalin los defenestró a todos.
Y tras este ambiente de tensión, la guerra continuó, porque la del 39-45, fue la segunda parte de una guerra mal cerrada. Los “equipos” habían fichado “grandes figuras” que planteaban un final muy disputado: Hitler, Mussolini, Stalin, Churchill, Roosevelt. En el caso alemán, la filosofía más potente, el arte más renovador, el gran espíritu musical, la sociedad más avanzada, dio como resultado un horror nunca visto. La humillación y un ultranacionalismo racista convirtió a Alemania en un engendro.
Creo que aquí comienza nuestra historia, la de este libro. Una crónica de odio y resentimiento a Occidente por una gran parte de nuestras élites.
(Continúa…)