Acabo de recibir el número 7 del fanzine francés Eros Mecanique -para mi colección El Corazón Manda, arte y erotismo- que en esta ocasión está dedicado monográficamente al misterioso, extraño y genial artista Pierre Molinier. Ya adquirí hace un tiempo, el bonito catálogo que editó el IVAM valenciano en 1999 -siendo director Juan Manuel Bonet- para “la más importante exposición del artista realizada hasta la fecha”.
La primera vez que pude contemplar directamente el trabajo de este creador -al margen de algún libro, revista de arte o las reproducciones que hizo Marilyn Manson para su disco Lest We Forget-, fue en una galería berlinesa en la que se exhibían una treintena de pequeñas fotografías y collages. Estas obras mostraban un mundo onírico de formas entrelazadas en tensión sexual y corporal, a través de la figura de un personaje andrógino que se distorsionaba utilizando toda la parafernalia típica del fetichismo clásico, es decir, tacones, medias, ligueros, consoladores, látigos y máscaras… personas enmascaradas.
Pierre Molinier (Agen 1900–Burdeos 1976) fue un tipo bastante excepcional, en el sentido estricto de la palabra. Su vida y su obra fue una rareza en el mundo del arte del siglo XX. Pintor “aficionado”, comenzó a usar la fotografía como medio para desarrollar una acción performática entre vida y creación. No fue nunca un “profesional” del arte, entendido esto como alguien que vive de su producción artística (es decir alguien que trabaja para la industria cultural y que depende de una “marca” para acceder al mercado. Cada vez me parece más claro que los verdaderos artistas son los que se dedican al arte por el arte, es decir con una actitud diletante). Durante toda su vida trabajó de pintor de brocha gorda, manteniendo una normal relación con la sociedad. Lo que pasaba en su apartamento-estudio era ya otra cosa.
Molinier vivió casi todo el tiempo en Burdeos y aunque, además de recibir una formación como artesano -vía paterna- se interesó por tomar clases de dibujo y pintura, no fue hasta la década de los 50, en su cincuentena, cuando comienza a realizar las obras por las que lo conocemos, en las que fotografía y collage ganan terreno a la pintura, llegando a definir un lenguaje muy particular y radical. Estas obras llamaron la atención de André Breton y el entorno surrealista y revolucionario, aunque poco después lo despreciarían por excesivamente obsceno e indecente. Molinier, hasta su jubilación en los años 60, se ganó la vida como pintor de edificios, logrando realizar en su ciudad una exposición anual, con la que escandalizaba a buena parte de la sociedad bordelesa. Aunque su creación fue esencialmente erótico-fetichista, su tratamiento manejaba interesantes recursos del arte como la irrealidad, el misterio y la indefinición, un lenguaje poético de gran calado artístico. El resultado formal era el fruto de un proceso íntimo de exposición a los terrenos conflictivos de la persona, que mediante la ritualización de ciertas conductas lograba establecer un equilibrio entre la persona social y el individuo. La utilización del erotismo extremo como una mascarada, le permitió encauzar esta energía conflictiva a través la manifestación de un profundo aparato poético. Para él, el impulso sexual era de vital importancia. Siempre comentó que cuando no pudiera tener una erección y eyacular se pegaría un tiro. El 3 de marzo de 1976 se disparó en la boca.
Molinier articuló su actividad artística –fruto de un proceso de radical intimidad- por medio de lo que me gusta llamar “sublimación de la feminidad”, la veneración y asunción de una serie de códigos culturales que han forjado una idea de mujer. Esto es un proceso fetichista (la civilización occidental pienso que es fundamentalmente fetichista, asentada en la búsqueda y definición de la “forma” como estrategia de defensa ante lo informe primigenio), una identificación con el objeto simbólico. En realidad, este proceder fetichista no tiene una correlación con la orientación sexual. Hay una tendencia muy extendida entre hombres indubitamente heterosexuales, que consiste en vestirse en la intimidad, con ciertas prendas de mujer, especialmente medias ligueros y tacones, para experimentar un placer de devoción hacia lo femenino. Una idealización bizarra que forma parte del ámbito de lo íntimo y que no precisa de ninguna interrelación ni reconocimiento social.
A lo largo de la historia de la humanidad, en diversas civilizaciones y épocas ha habido momentos en los que algunas personas cambian temporalmente de identidad para subvertir el orden establecido mediante la catarsis, el elemento lúdico o los ritos transcendentes. Por poner un ejemplo, como se refleja en Las bacantes de Eurípides, las festividades del dios Dionisos son liberadoras y regeneradoras. Se invierte la naturaleza implicando esto un cambio de roles y una superación temporal de los límites aceptados: las mujeres adoptarán el papel de hombres abandonando los telares y saliendo a cazar, y los hombres asistirán a los ritos vestidos de mujeres.
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Que el sexo es biológico es una afirmación tan innecesaria como la de que la tierra es redonda o que todo ser vivo acaba muriendo. Los seres vivos, para transmitir la información genética que hace que la vida se establezca como un continuo, han desarrollado una serie de mecanismos de reproducción que van desde la elemental reproducción asexual (por fragmentación, clonación, gemación…), hasta la más compleja reproducción sexual, aquella que requiere de dos progenitores, y en la que cada uno de los individuos de la especie se clasifica desde el punto de vista sexual en individuos masculinos e individuos femeninos (con un código de caracteres genéticos XX y XY -o similares- que los define) y en proporciones similares. Una serie de técnicas de atracción y apareamiento, controladas por una carga hormonal y otras atribuciones corporales, permiten seleccionar especialmente a los individuos más fuertes y sanos para posibilitar una estable renovación de las poblaciones. El Homo sapiens forma parte de este último grupo, como resultado de la evolución de una estirpe de primates denominados hominoides.
Una de las grandes innovaciones de la especie humana ha sido la de generar un entorno cultural gracias al desarrollo de una formalidad simbólica que posibilita una visión transcendente de la vida. La conciencia de la muerte tiene mucho que ver en todo esto. Los animales de otras especies superiores actúan tanto individual como colectivamente por medio de directrices determinadas por un potente instinto innato. La capacidad de comprender conceptos abstractos, el desarrollo del espíritu o la conciencia crítica ha ido relegando en el ser humano ese comportamiento instintivo por uno cultural, lleno de códigos.
Igual que los humanos en situaciones normales no devoran la comida como simple proceder para la nutrición, sino que hemos desarrollado una serie de procesos culinarios de transformación de los alimentos, que inmersos en contextos sociales, han hecho del acto de alimentarse un momento de disfrute y relación, en el terreno del sexo hemos creado un sofisticado aparato de conductas que podemos denominar erotismo y que hacen que el acto de fecundación trascienda a un plano cultural, en el que un conjunto de códigos, tabúes y prohibiciones organizan esa relación social de intimidades. En cada sociedad y época se han establecido una aceptada normalidad de conductas, pero lo que parece que siempre ha sido una constante es la subversión de estos códigos mediante comportamientos singulares. Quizá la conducta más extendida es la homosexual, ya sea como orientación sexual, o como parte de una experimentación de actividades sexuales alejadas radicalmente de la procreación.
Comportamientos más singulares son la utilización de la violencia en diversos grados como fuente de placer erótico, el uso de elementos artificiales de naturaleza fetichista, el placer de los excrementos, y otra gran variedad de parafernalias de excitación que necesita de un entorno propicio y codificado para su realización.
Una de las estrategias que el ser humano ha configurado para la pervivencia de una especie tan débil ha sido la de favorecer fuertes uniones estables de individuos de ambos sexos en edad fértil para procrear en entornos familiares. El matrimonio en sus diversas modalidades y la familia como entorno social nuclear de las sociedades, ha sido uno de los grandes éxitos civilizatorios. Esto se ha conseguido mediante una serie de prohibiciones legales o religiosas que permitieran cierta estabilidad. La doble moral, como eficaz diferenciación entre la esfera privada y la pública, ha facilitado una relativa realización personal, y tabúes como el incesto han favorecido la renovación genética. Además, el ser humano, como gran parte de las especies animales, basa sus relaciones sociales en unos esquemas de especialización, tanto por sexo como por edad -que han sido importantes por ejemplo para el cuidado de los mayores por parte de las nuevas generaciones- generando ciertos roles de masculinidad y feminidad, debido fundamentalmente al factor diferencial de embarazo/parto y la crianza de neonatos muy poco desarrollados e indefensos.
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Trans. Originalmente es una preposición latina con acusativo, trans-, tras- que funciona en español como prefijo (trans-) y que esencialmente significa ‘que atraviesa’, ‘sobrepasar’, ‘de un lado a otro’, ‘del otro lado’, ‘más allá’. Está vinculado a la raíz indoeuropea tera- (‘pasar por’, ‘cruzar’). Diccionario de etimologías.
Como hemos visto, la especie humana en relación a la reproducción es sexuada y vivípara (el embrión se produce y se desarrolla –tras ser fertilizado por un individuo macho- en el interior de la hembra). Existe en otras especies una reproducción sexual realizada por individuos hermafroditas que poseen las características propias de los dos sexos, produciendo espermatozoides y óvulos, y con capacidad de autofertilización. Algunos moluscos, anélidos y peces tienen estas características.
En el ser humano, igual que sucede con otras anomalías genéticas, hallamos un porcentaje de individuos que no llegan a desarrollar ninguno de los rasgos totales de uno de los sexos y poseen gónadas con tejidos de ambos sexos en distintas proporciones, aunque por esto mismo tienen imposibilitada la reproducción. También existen otro pequeño porcentaje de individuos que teniendo las características propias de un sexo y debido a una serie de desajustes, entre ellos los hormonales, presentan una disconformidad psicológica con su cuerpo. Es un trastorno que puede generar, en algunos casos, un estado de grave crisis mental que impide llevar una vida con normalidad, ya que origina un gran desequilibrio entre la percepción social y la personal, llegando a producirse efectos dramáticos. En el último siglo, a consecuencia del grandísimo avance en la medicina y la cirugía, estos trastornos han podido encauzarse mediante un proceso de adaptación hormonal y en última instancia al cambio de órganos genitales, todo ello acompañado de una terapia psicológica que ayudara a esa radical transición. En casos bien diagnosticados y tratados, el éxito es total y la vida de esta persona llega a ser plena con su nueva identidad sexual.
Cuando el conflicto con el cuerpo es debido a otros problemas existenciales, temporales o crónicos, este proceso puede llegar a ser destructivo. (Es bien conocido el Caso Reimer o John/Joan, en el que al niño David Reimer, tras perder el pene debido una fatídica operación de fimosis a los 8 meses (1965), el psicólogo John Money le reasignó el sexo femenino para así poder confirmar sus estudios sobre intersexualidad y roles de género (que básicamente exponían que lo preponderante en la definición de la sexualidad del individuo es el concepto de sexo de asignación y de crianza, siendo este un “constructo” social). Aprovechando que David tenía un hermano gemelo, cado uno de ellos sería criado según un rol, el masculino para Bruce y el femenino (con tratamiento hormonal y operación genital) para David – a partir de ese momento Brenda-. Aparentemente las notas del psicólogo parecían indicar el éxito del “experimento”, pero tras grandes conflictos familiares y personales, se destapó toda la estafa. Los padres mentían en las sesiones de control y el psicólogo Money utilizaba técnicas de terapia con los jóvenes hermanos poco ortodoxas y bastante denigrantes. Brenda nunca se sintió mujer y a los 15 años empezó a vivir como hombre. Sus padres le contaron la verdad (uno de los requisitos del ensayo fue que el joven no fuera informado) y decidió volver, médica y quirúrgicamente, a su sexo biológico, llegando a casarse con una mujer y ser padrastro de 3 hijos. Su vida fue una desgracia. Su hermano, tras todo el proceso, sufrió esquizofrenia y se suicidó con una sobredosis de antidrepresivos. No pudiendo soportar el remordimiento de lo sucedido con su hermano ni el fracaso de su nuevo rol como hombre en su familia, también se suicidó pegándose un tiro en la cabeza. El padre, alcohólico y desesperado por lo acontecido, fue el siguiente en quitarse la vida. -John Money es uno de los ideólogos de la identidad de género y lo que más me sorprende es que su investigación fue un cruel y despiadado fracaso, que choca con cualquier conclusión científica favorable. Este psicólogo es uno de los padres de toda esta nueva ola de legislación sustentada casi exclusivamente en la ideología.-)
A lo largo de la historia han existido este tipo de trastornos, así como otros de naturaleza genética o psicológica, como los que hoy llamamos depresión, desdoblamiento de la personalidad, esquizofrenia, trastorno bipolar, síndrome de Cotard,… o discapacidades y alteraciones corporales que definen la singularidad de un pequeño porcentaje de la población. Pero lo que entendemos hoy por transexualidad (el tránsito de un sexo a otro mediante intervenciones médicas y quirúrgicas) no ha existido hasta el siglo XX, en el que se ha llegado a poder alterar ciertas funciones vitales.
Aunque el ser humano tiene un sexo definido (con las excepciones que hemos señalado), la orientación y preferencia sexual es muy variada. Hombres y mujeres atraídos exclusivamente por otros hombres y otras mujeres, con una actividad sexual concreta, o mujeres y hombres que puntualmente se sienten atraídos sexualmente por personas del mismo sexo sin dejar de sentirse heterosexuales. La orientación o el gusto no determina el sexo biológico. También es cierto que el sexo tiene unos componentes extra genitales y hormonales que acentúan la masculinidad o feminidad. Hormonas como la testosterona hacen que los hombres con una producción alta, desarrollen gran cantidad de vello corporal, voz profunda, hombros anchos y pectorales fuertes, así como de una producción baja o un déficit resulten individuos barbilampiños, de constitución ectomorfa y con más tejido adiposo en el pecho, por ejemplo. En las mujeres sucede algo análogo. Esto no quiere decir que su cuerpo no corresponda a su sexo biológico, sino que tiene acentuadas ciertas características, que por otro lado son totalmente normales en la amplia diversidad de tipos humanos.
En cuanto a los afectos, ¿podemos decir que si una joven adolescente siente amor por su mejor amiga es necesariamente lesbiana, o es un chico atrapado en un cuerpo de mujer? Evidentemente no. Existen toda una variedad de afectos que no conllevan una implicación sexual, como son los de fraternidad y amistad, los familiares, los de admiración… que pueden ser muy exclusivos e intensos, sobre todo en periodos clave como la adolescencia. Por otro lado, ¿podemos decir, por ejemplo, que un adolescente que se masturba junto a un amigo o tiene algún contacto con él, evidencia su homosexualidad? Pues tampoco. Puede formar parte de ciertos ritos de aprendizaje desarrollados por jóvenes individuos. O ¿Podemos afirmar que una chica que tiene conflictos en el proceso de maduración tanto física como psicológica con su cuerpo y su imagen social –hace unos años se alertó como estos influían en la nutrición, llegando a parecer una epidemia- es que está condicionada por un cuerpo que no le corresponde? Claro que no. Hay momentos vitales en que ciertas personas no se sienten cómodos con su cuerpo, ni siquiera con su espíritu, y por tanto en la relación con su entorno. Hay momentos en los que no nos reconocemos y que sentimos un malestar vital de difícil interpretación. Actualmente, cuando la patologización de la vida ha llegado a ser casi general, se pretende categorizar cualquier desequilibrio en el estado de ánimo, identificando trastornos varios como la ansiedad, las fobias, el TDHA, el TEA, la anorexia…, y proponiendo diversas alternativas de tratamiento, haciéndonos creer que la sociedad contemporánea produce individuos enfermos y que esta misma sociedad tiene la obligación de curar mediante fármacos y terapias, lo que posiblemente sea el conflicto natural del ser humano con la vida ante la dificultad de articular su búsqueda de sentido con lo objetivamente absurdo de lo efímero. Lo que antiguamente se gestionaba mediante la religión y otras bien consolidadas estrategias sociales, hoy, en un contexto de imperante relativismo, tras la pérdida de la capacidad de transcendencia y un presentismo radical -que nos está haciendo incapaces ante el conflicto-, ha quedado en manos de una poderosa industria médica y de estudios psicológicos.
Me cuesta entender cómo se está sustituyendo una objetiva y clara definición científica de sexo, por un término como el de género, que es de origen lingüístico, creado por la semiótica, y tan alejado de la biología. El género en relación al ser humano no existe en la naturaleza. Es una construcción intelectual consolidada en el pensamiento posmoderno, y utilizada como tantas otras cosas para categorizar los variados y sutiles comportamientos humanos. Diría que es una herramienta de control que está obligando a adolescentes a definirse dentro de las categorías de género establecidas por el posicionamiento dominante en las nuevas élites culturales, y de una manera artificial se están imponiendo actitudes y comportamientos a la moda de una visión estereotipada de las conductas sexuales. Una radical polarización de las categorías binarias alentada por las políticas identitarias.
Siempre la maduración sexual e intelectual de un individuo se ha producido mediante unos ritos de paso implantados socialmente y más tardíamente a través de procesos de aprendizaje durante el periodo de adolescencia y juventud. Como ejemplo de lo comentado en el párrafo anterior quiero hacer dos pequeñas reseñas. La primera sobre un titular de prensa de hace unos pocos días: “El Gobierno navarro preguntará a niños de diez años por su orientación sexual. El departamento de Educación incide en que para la realización del estudio ‘no es necesario contar con permisos familiares’”. El Debate (24/11/22). La administración quiere que los niños, que aún no han llegado a la madurez sexual se definan como “heterosexuales”, “homosexuales”, “bisexuales”, “heteroconfusos”,… (Me pregunto para que querrá el Estado la “definición sexual” de los jóvenes). Y este titular me lleva a una conversación con una amiga, madre de una chica de 14 años, que me comentaba como los estudiantes del instituto de su hija se veían “obligados” por el entorno a definirse dentro de la nueva nomenclatura creada por los estudios de género: “agénero”, “bigénero”, “cisgénero”, “género fluido”, “intergénero”, “no binario”, “pangénero”, “transgénero”… y así hasta casi una cuarentena de neologismos. Una verdadera hipoteca con un estrafalario adjetivo, que te obliga a hacerlo coincidir contigo mismo mediante la adjudicación de una etiqueta.
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Uno de los mayores conflictos del individuo es la relación que establece con la sociedad –que es una agrupación de individuos para facilitar y conseguir objetivos comunes-. Distintos modelos de organización se han experimentado a lo largo de la historia en los que unas veces el individuo se ha diluido totalmente en la estructura social debido a un férreo control, y otras se le ha permitido cierta autonomía de actuación y conciencia pudiendo llegar hasta la disidencia. Las democracias liberales han resultado la estructura social más respetuosa con las libertades individuales, estableciendo equilibrios razonables entre los intereses comunes y los particulares, con la aspiración de generar estados “sociales de derecho” que persigan una igualdad razonable, en la que todos los ciudadanos tengan los mismos derechos y el Estado posibilite una equiparación social y de renta, con especial atención a los individuos más desvalidos. Este igualitarismo muchas veces choca con la pluralidad y el derecho a la discrepancia. Con un afán intervencionista, los Estados tienden a homologar realidades diversas y muchas veces tratando como norma lo que son excepciones.
¿Debería el Estado fomentar el establecimiento de parejas estables que crearan familias con varios hijos que pudieran ser educados con cierto nivel y formados para desarrollar una actividad productiva? Parece que visto el invierno demográfico que amenaza a la mayoría se países occidentales, diría que sí. Eso ayudaría al bienestar general, al cuidado de las clases pasivas y al establecimiento de sociedades dinámicas y avanzadas.
¿Debería el Estado defender la libertad individual para tener relaciones sexuales con personas del mismo sexo, respetar y hacer respetar las opciones de vida no estandarizadas o modos de expresión no comunes? Por supuesto, esta debería ser la característica principal de una sociedad liberal respetuosa con el individuo.
¿Serían estas dos responsabilidades del Estado de la misma relevancia social? Yo creo que no. La consolidación de una fuerte “clase media” de un estándar de “normalidad” es importantísimo para la estabilidad y equilibrio social.
Existen dos tipos de marginalidad, la derivada de las estructuras sociales establecidas que afecta a las capas más vulnerables, con pocos recursos y en riesgo de exclusión debido a la fragilidad de su situación: personas mayores, enfermos, discapacitados… Contra esta marginalidad el Estado tiene la obligación de luchar y facilitar su deseada integración social.
Pero existe otro lado de la marginalidad que es buscada, que implica una vida contracorriente y al margen de estructuras reguladoras. Existen y han existido a lo largo de la historia individuos o grupos de personas que han optado por desarrollar una vida ajena a sistemas económicos y/o sociales dominantes -aventurándose a la pérdida del paraguas de seguridad que posibilita una relación estable con la sociedad- a cambio de mantener una vida dirigida por unos principios no comunes. En la actualidad occidental, en la que existe una gran implantación de coberturas sociales, cierta visión “progresista alternativa” de condición urbana y universitaria (que yo llamaría más bien “pequeño-burguesa chic”, o “urban cool” en la jerga actual) aspira a que las sociedades sustenten todo tipo de comportamientos “marginales” e incluso que lleguen a tener reconocimiento legal. Como ejemplo bastante anecdótico, pero muy gráfico de la apropiación por la corriente dominante de actitudes contestatarias, es el mundo de los tatuajes. Mi padre tenía esparcidos por todo el cuerpo pequeños tatuajes (corazones, puñales, calaveras, ojos…) que le dibujaron en su periodo de servicio militar. Durante toda su vida se sintió avergonzado de ellos y siempre procuraba no mostrarlos ya que estos se identificaban con una serie de actitudes alejadas de lo que se suponía tenía que ser un honrado trabajador padre de familia.
Plantear un cambio radical en las estructuras biológicas no deja de ser una acción “marginal” y como tal ha existido durante siglos. El Estado no puede legislar estableciendo una inseguridad jurídica respecto a las convenciones y estructuras sociales. Como ejemplo quizá extremo, pero muy esclarecedor de la situación que se está produciendo en relación a las personas que buscan un reconocimiento legal a sus “sentimientos”, quiero señalar el de una estudiante de secundaria de Melbourne (Australia) que se define como “interespecie”. Comenzó a sentirse como una gata y a actuar en consecuencia como este felino. La familia y el instituto le están “acompañando y orientando en el proceso”.
La reivindicación del papel de la mujer en la sociedad ha llevado a estandarizar en las democracias occidentales una total igualdad de derechos de ciudadanía para todos los individuos independientemente de su sexo. Partiendo de la base de que tenemos que aspirar a la igualdad de derechos, somos conscientes –incluido el movimiento feminista- de las particularidades de cada uno de los sexos en cuanto a su interacción social (aspectos relativos a la procreación –embarazo-, la higiene –baños públicos-, constitución corporal –deportes-, organización de colectividades –prisiones-…). Romper estos equilibrios con una arbitraria “autodeterminación de género” crearía una absurda e inextricable situación social y administrativa, generando una inseguridad tanto personal como jurídica.
Desde hace décadas las soluciones médicas y sociales a la llamada disforia (f. Med. Estado de ánimo de tristeza, ansiedad o irritabilidad.) de género están establecidas y son socialmente aceptadas, dando alternativas a individuos que necesitaban de una respuesta. Por otro lado, el Estado no debería de regular cuestiones que forman parte de la intimidad como son las sexuales, y sobre todo no puede normativizar y estandarizar comportamientos y visiones del mundo que son particulares, o transitorios y cambiantes.
Se está confundiendo el necesario respeto hacia las diversas opciones vitales, con la creación de unos falsos e imposibles derechos jurídicos. Hay que dejar de tratar a las personas que tienen, deciden, optan o desean un comportamiento sexual particular, como parte de un colectivo, y tratarlos como individuos libres y con derechos y deberes, fomentando una tolerancia real, no una tutela del Estado en nombre del progresismo. Legislar sobre la esfera de la intimidad es el fin del último reducto de libertad del individuo.