¿Por qué volver a la naturaleza cuando llevamos tantos milenios huyendo de ella? Desconfío de los que, así hoy como ayer, han utilizado ese tipo de eslóganes simplones e irresponsables. De Rousseau el primero.
La historia de la humanidad es la de la creación de un entorno cultural que nos ofreciera la posibilidad de sobrevivir como especie, protegiéndonos de las implacables leyes de la naturaleza. Por eso, en última instancia, cultura y naturaleza se nos presentan como antagónicos.
El éxito de nuestra adaptación a medios hostiles y en feroz competencia con especies más especializadas, no se debe a una serie de mejoras en nuestra anatomía, que es bastante frágil –si exceptuamos el crecimiento del cerebro y la modificación de nuestras manos, imprescindible para la elaboración y uso de herramientas-, sino a la creación de un entramado civilizatorio que nos ha permitido dominar diversos ámbitos y tener el control sobre una gran cantidad de especies animales y vegetales (así como hongos y bacterias). Además, hemos desarrollado un armazón moral que nos ha posibilitado establecer sociedades ajenas al despiadado discurrir de la vida natural.
En el capítulo primero de su monumental trabajo Sexual Personae, Camille Paglia nos expone, como punto de partida de su tesis, el conflicto que hemos mantenido y mantenemos con la naturaleza:
“En el principio estaba la naturaleza. Telón de fondo en el que se basan y contra el que se han formado nuestras ideas sobre Dios, la naturaleza sigue siendo el problema moral supremo… La sociedad es una construcción artificial, una defensa contra las fuerzas de la naturaleza. Sin la sociedad estaríamos a merced de ese mar de barbarie. La sociedad es un sistema de formas heredadas que suavizan nuestra humillante pasividad frente a ella. Podemos modificar estas formas, poco a poco o de golpe, pero ningún cambio social la transformará. Somos simplemente una más entre la multitud de especies sometidas a su fuerza indiscriminada. La naturaleza tiene unos designios que nosotros apenas vislumbramos. La huida y el miedo marcan el inicio de la vida humana.”
El Columpio, proyecto en el que trabajo actualmente para una próxima exposición en otoño, tiene como uno de los principales protagonistas al bosque. El bosque posee una importante carga simbólica para nuestra relación con la naturaleza. Desde siempre y en casi todas las culturas ha representado el misterio, lo ingobernable, dominado por espíritus y poderes ocultos ajenos a la estructura social de la “ciudad”. Como tal, además de generar una potente espiritualidad religiosa, ha sido representado en todo tipo de manifestaciones artísticas teniendo una gran importancia en la cultura popular.
Incrédula e impresionada, la joven se vuelve, y despavorida, sale huyendo para adentrarse en la espesura del bosque. Cae el sol y la luz entra con dificultad en la densa foresta. Corriendo, sin mirar atrás, va abriéndose camino entre una deforme e inquietante red de retorcidas ramas y troncos. En la carrera es sorprendida por unos grandes ojos amenazantes y un posterior batir de unas enormes alas, lo que le hace girar hacia otra dirección para escapar, pero a los pocos metros y cada vez más internada en la oscuridad, una bandada de seres voladores se le abalanzan atemorizándola, haciéndole cambiar de nuevo de rumbo en su atropellada fuga, sin llegar a librarse ya que es agarrada del vestido por las garfas de unos monstruos indefinidos que intentan impedir que avance. Su nerviosismo se acrecienta debido a la cada vez mayor cantidad de amenazas, seres ocultos tras las sombras que le acechan aquí y allá y que provocan que, en su terror, se precipite por un vacío. Al descender logra agarrase a unas ramas que amortiguan su caída en una ciénaga donde se retuercen feroces seres acuáticos. Ella empapada, atemorizada y cansada, logra sacar fuerzas para salir del barrizal y continuar su huida por los siniestros senderos del bosque. Grandes monstruos se agitan violentamente creando un remolino huracanado que amenaza con derribarla. Aterrada y presa del pánico ve como estos seres horribles se le acercan y la acorralan haciéndole presagiar un terrorífico final. Impotente, espantada y ya exhausta para resistirse, cae desmayada mientras multitud de seres la observan.
Lo que acabo de describir es una crucial escena de una de las más importantes películas de la historia de cine, Blancanieves y los siete enanitos (Snow White and the Seven Dwarfs, 1937, Walt Disney), el primer largometraje del estudio Disney en el que se utiliza el Technicolor y otras novedades en las técnicas gráficas, a un nivel nunca visto y pienso, por lo especial y singular del resultado, no superado. Disney realiza una película de animación con una calidad cinematográfica incomparable, con unas cualidades artísticas en los acabados del dibujo y del movimiento, tanto en los fondos, con métodos de rodaje en los que se utilizaron cámaras multiplano y ratoscopios, así como en el cromatismo y definición plástica de los personajes. Un trabajo realizado por artistas y no solo por técnicos de la ilustración.
Esta película refleja el paradigma simbólico del bosque, una amenaza y frontera, en el que se ocultan poderes extraños y en el que solo pueden habitar -y ser refugio de- seres marginales que suponen una amenaza al orden social. La joven, sugestionada por la situación de pánico, saca a la superficie todos los temores irracionales que están asociados al bosque. Paradójicamente, ese miedo asentado en el imaginario colectivo es el que permite que la perseguida joven pueda tener una guarida de protección junto a los enanos.
En esta tradición de relatos y cuentos populares (Hansel y Gretel, Pulgarcito…), en el que más claramente se nos presentan las intimidaciones del bosque es en Caperucita Roja. Otra joven inocente que se interna en lo desconocido y en el que las amenazas ilusorias de Blancanieves se convierten en amenazas reales. Sin entrar mucho en las distintas interpretaciones psicoanalíticas acerca de la índole sexual de la historia, en la que Caperucita sería una púber con deseos de encontrar al Lobo para perder la virginidad (por cierto rebatidas, por anacrónicas, entre otros por el historiador del color Michael Pastoreau que nos indica que el color rojo tradicionalmente nunca fue el que representó las emociones carnales y amorosas, que siempre fue el verde, y que este rojo de la caperuza estaría más cerca del rojo protector de Pentecostés que popularmente alejaba a las fuerzas del mal), me interesa más la amenaza que se trasluce de la naturaleza profunda, no domesticada, para un espíritu joven, indefenso fuera de la protección de la sociedad (las incursiones en el bosque siempre han pertenecido a la esfera de las grandes epopeyas de los héroes o a duros ritos de iniciación), en la que solo personas con gran experiencia –en este caso la abuela, que podría verse como un chamán de ritos paganos ancestrales-, pueden habitar y controlar hasta cierto punto estos espacios amenazantes.
Hay muchas películas sobre el bosque como protagonista o marco necesario del drama. Por ejemplo, en El bosque (The Village, 2004, -es interesante la oposición de conceptos que se produce en la traducción del título al mercado español-) el director y guionista M. Night Shyamalan nos narra una sugerente historia, en la que el bosque representa todas las amenazas imaginables y es utilizado por esa razón como barrera de control sobre los habitantes de una aislada ciudad mediante la implantación sobre ellos desde pequeños de un miedo irracional a sus ocultos y poderosos poderes.
En la grandiosa película de Alfred Hitchcock Vértigo. De entre los muertos (Vertigo, 1958), aunque no es un protagonista principal en la narración, sí se hace fundamental, para exponer las fuerzas inconscientes y oscuras que dominan a la protagonista femenina, la fantástica escena en un bosque de secuoyas centenarias, que es el marco propicio para llevar definitivamente al engaño al avispado, pero traumatizado por miedos irracionales, inspector de policía.
Pero entre todas las películas que podríamos reseñar con el bosque como importante protagonista, me quiero detener en dos obras maestras del cine periférico de Hollywood, la japonesa Rashomon (羅生門,1950) del director Akira Kurosawa y El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960) del cineasta sueco Ingmar Bergman, dos películas que tratan sobre la violencia, sus consecuencias y las derivadas éticas y morales. La violación y la muerte son los sucesos alrededor de los que giran las narraciones y en las dos, el escenario de esta violencia es el bosque. Aunque ambas producciones tienen ciertos e importantes puntos en común, hay varios aspectos que las diferencian con claridad, incluido el papel del bosque en la historia.
Rashomon es una obra prodigiosa de una gran belleza formal. En ella Kurosawa parte de dos cuentos del escritor Ryūnosuke Akutagawa, que unifica de una manera muy orgánica en una sola historia, por un lado el que da nombre al film Rashomon (1915) y En el bosque (1922). Rashomon, -o “puerta de los demonios” en la que “habitaba un demonio que huyó por miedo a los hombres”- es la más grande puerta de acceso a la ciudad de Kioto, y donde se refugian de una intensa y pertinaz lluvia tres personajes que mantienen una conversación entre al asombro y el escepticismo sobre la conducta humana. Uno de ellos, un leñador, acaba de testificar en un juicio y aún está impactado por lo sucedido en la ronda de declaraciones. La línea principal de la película es lo que después los antropólogos y psicólogos sociales han denominado “efecto Rashomon” o como cada uno de los testigos (incluido uno que es reclamado desde el más allá por un médium) dan versiones tan dispares de un mismo hecho. No se cuestionan los crímenes sucedidos, pero las causas y la intencionalidad difieren sustancialmente según la vivencia de cada uno. En realidad no hay un propósito de engañar al tribunal, sino que las declaraciones están dirigidas por la necesidad de no traicionar la imagen que cada uno tiene de sí mismo como reacción a la mezquindad y cobardía de sus actos.
Un samurái y su bella esposa atraviesan el bosque. En el camino se cruzan con un bandido que está descansando. Los deseos por la mujer se encienden en él y los persigue con la intención, mediante engaños y estratagemas, de violarla, acabando también matando al marido. Uno de los grandes hallazgos de la película es ese de plantear varios puntos de vista de la narración al hilo de las declaraciones en el juicio, pero lo que más me interesa a mí en este caso, es la relación establecida por el director con el bosque, uno de los espacios fundamentales de la historia. Existen tres espacios reales y simbólicos en la película: el natural representado por el bosque, en el que suceden los hechos violentos, el social o civilizatorio, representado por el tribunal de la ciudad, en donde se establecen criterios éticos y de control sobre las acciones y sus consecuencias y un tercero, el representado por las ruinas del templo, un espacio fronterizo entre los otros dos, donde se interroga acerca de las incertidumbres sobre nuestra condición.
Entre otros grandes hallazgos narrativos y cinematográficos, Kurosawa se aventura a sacar las cámaras al bosque para hacernos uno de los más bellos retratos de un paisaje natural en el cine. Su director de fotografía Kazuo Miyagawa, consigue que tengamos una relación casi corporal con el ambiente, llena de sensaciones en las que los puntos de vista, los movimientos y el tratamiento de la luz nos van introduciendo en el mundo de emociones arrebatadas por el que discurren todas las escenas de la foresta. Es muy interesante como expone el director el vínculo con la naturaleza. Una tremenda lluvia hace que el leñador, un monje y un vagabundo se resguarden en unas ruinas y compartan un espacio cuando no desean hacerlo. Nos podría estar señalando como el “espacio social” lleva a formar comunidades de individuos dispares que están condenados a coexistir. Por otro lado, como parte de su carácter simbólico, sitúa el escenario del crimen en el interior de la naturaleza incontrolada. En este caso el bosque no es una amenaza en sí mismo como aparecía en Blancanieves, sino que es un entorno que despierta nuestra naturaleza animal, que predispone a que los controles morales desaparezcan y los instintos primarios salgan a la luz. El crimen, la violencia, el asesinato son más fáciles en el bosque fuera del control social (moral en definitiva), fuera de la ley y amparados por la carroñera naturaleza.
Esta historia sucede en el siglo XII de Japón y la siguiente obra que me gustaría comentar, El manantial de la doncella de Bergman, también se desarrolla en la Edad Media, en este caso de Suecia, a partir de un relato popular. La joven hija de unos nobles rurales es enviada a cambiar las velas de la Virgen a la iglesia. Recorrerá el trecho que separa la casa familiar del templo acompañada de su criada, embarazada y que en secreto adora a ídolos paganos, teniendo que atravesar un bosque. Para adentrarse en él tienen que cruzar un río donde hay un pequeño molino. Aquí está la frontera, la puerta de acceso a la oscuridad, y la criada decide no penetrar dejando sola a la muchacha. Esta, inconsciente e inocente, lo atraviesa despreocupadamente. En mitad del camino se cruza con tres hermanos pastores que deciden seguirla y engañarla para violarla. Tras el asalto sexual, y para que no los delatara, la matan, robándole su bonito vestido con el que se engalanó para ver a la Virgen, y la abandonan para que la naturaleza oculte las pruebas de sus fechorías –la naturaleza no entiende de crímenes, todo es devorado en un insensible reciclaje de la materia-. Violación y muerte también son los hechos que desarrollan esta historia, como la del artista japonés, pero la interpretación y motivaciones difieren significativamente. Aquí se nos plantea un problema moral en un contexto de un gran religiosidad y creencia en un omnipresente Dios. Una historia de una “Caperucita” que se dirige inconscientemente hacia el peligro y tras las consecuencias del engaño y ataque mortal del “Lobo”, ante la pasividad del Creador, el padre ejerce una despiadada, aunque proporcionada venganza, lo que le lleva a dudar de su religiosidad y del orden de las cosas.
En esta película el bosque sí está retratado como una siniestra amenaza y esto está representado simbólicamente en el hecho de tener que cruzar el río y traspasar un límite. La criada, conocedora de los poderes ocultos de la naturaleza no civilizada, no se atreve a cruzarlo intuyendo la amenaza y deja sola y expuesta al peligro a la inconsciente joven crecida con el amor y seguridad de sus padres y la protección de Dios. El tratamiento cinematográfico que nos lo hace ver es muy eficaz trasladándonos este desasosiego e inquietud que genera el bosque.
Es muy interesante la interpretación del bosque como símbolo de la Naturaleza profunda (no la de los prados, los jardines con animalitos y bonitos y verdes paisajes, y todo lo que los ecologistas de salón nos venden en su mercadotecnia contemporánea) y la Cultura como control y posibilidad de supervivencia, en última instancia la ciudad como defensa. Esto podemos verlo muy bien en el poema épico sumerio de Gilgamesh (2700 a.C.), rey de Uruk, que viaja al gran Bosque de Cedros a matar a Humbaba, su guardián. Este héroe tras preguntarse sobre el sentido de la vida y de la muerte, y el lugar del ser humano en la tierra, desata una lucha contra el bosque venciéndolo y talándolo, sometiendo así a la naturaleza y después realizando las colosales murallas de Uruk como defensa de la ciudad. Murallas, que según Marcos Yáñez Velasco, protegen la cultura y la memoria y abstraen al hombre de su entorno al separarlo de sus medios primarios de subsistencia. “Las murallas, no menos que la escritura, definen la civilización. Son monumentos de la resistencia al tiempo y Gilgamesh es recordado por ello” (Harrison, 1992). Fuera quedaba la guerra y el caos y dentro la seguridad de la sociedad. Un retrato simbólico del proceso de civilización en el que vemos a la naturaleza y a la cultura como opuestos.
En Anticristo (Antichrist, 2009) el realizador Lars von Trier lleva a una pareja que acaba de perder a su pequeño hijo a causa de un fatal accidente mientras ellos mantenían relaciones sexuales, a una cabaña en el interior de la espesura de un bosque llamada El Eden, para “exorcizar” el dolor y la angustia que los invade. El esposo, psiquiatra, intenta actuar con la racionalidad propia de la ciencia médica para ayudar a su esposa en ese terrible trance, pero finalmente, en un abandono cada vez mayor a las fuerzas de la naturaleza, los dos se ven atrapados por la ciénaga primigenia. Poner ese nombre simbólico a esa cabaña no es baladí, es muy importante para las intenciones del autor porque representa la mirada rousseauniana sobre la Edad de Oro o el Paraíso Original, un relato mitológico que describe un paisaje estable y continuo -que nunca existió según las pruebas de la arqueología paleontológica-, en la que el hombre estaba libre de culpa y en estrecha relación con la naturaleza originaria. Una mirada utópica que siempre ha despreciado las poderosas y bárbaras fuerzas de la naturaleza, que mediante el esfuerzo civilizatorio se han intentado aplacar.
El bosque, y lo vemos en todos estos ejemplos que perviven tanto en el arte como en tradiciones y liturgias, representa el poder de lo natural, de lo insondable, se le respeta y se le teme por igual, haciéndonos entender la fragilidad del ser humano ante la severa e implacable naturaleza.