¡Salud amigo!
“El simposio (“sympósion”) comienza al final del banquete (“deînon” o “sýndeipnon”). Cuando ya se ha concluido la comida y los comensales pueden dedicarse alegremente a beber en amistosa compañía y a conversar con entera libertad. Los sirvientes despejan las mesas, aportan perfumes y ligeras coronas de mirto, y escancian generosamente el vino en las copas. La mezcla de la bebida, la música de las flautas, la belleza de los muchachos y las danzarinas ocasionales, todo ello contribuye a la festiva atmósfera en la franqueza jovial que el momento propicio, discurren en charlas desenfadadas. El ambiente rumoroso ‘adormece las penas y despierta el instinto amoroso’, como dice Jenofonte, mientras circulan las copas y las palabras alegres.”
Carlos García Gual. Introducción a “El banquete” de Platón, Alianza Editorial, 1987.
Decía el artista polaco/japonés Koji Kamoji, que un buen artista tendría que ser un buen cocinero. Nos los decía (a JGARCÍA) en una maravillosa cena que había preparado durante nuestra estancia en Varsovia, mientras disfrutábamos de una residencia artística atendiendo a su maestría. Creo que un cocinero no tiene por qué ser un artista, ni un artista tiene por qué ser un buen cocinero, pero su afirmación me parece muy interesante, ya que la relación que puede existir entre el arte y la cocina (yo siempre he pensado que la cocina tiene más que ver con la alquimia) puede estar en que en la preparación se manejan similares estrategias con la materia, y al final el resultado tiene un efecto sobre el receptor. No me refiero a lo que impera en los últimos tiempos, una presentación estetizante, que me parece muy bien, me refiero en general a que la buena comida no es la suma de varios elementos, sino algo más, y en cuanto al efecto que produce, no me refiero a la pretendida y pedante sublimación de texturas, olores y sabores, sino a la especial disposición que genera en el estado de ánimo. Esto lo sabía muy bien Agatón y sus invitados a “El banquete” que propuso Platón como marco para su discurso sobre el Amor.
Sabemos que no todas las comidas son así. ¿Quién no ha sido invitado a alguna cena en la que se haya sentido incómodo por comer mucho, comer poco… por no saber cómo actuar? En el fondo el anfitrión había preparado la comida para él, no para sus comensales. ¡Qué ganas de salir corriendo! En mis estancias en Centroeuropa también me resultaba muy incómodo el enfoque individual que se le da al hecho de alimentarse. ¡Qué desagradable comer mientras otra persona está en la mesa y no quiere participar de tu comida!
No sé cuándo comenzó mi interés por la cocina. Supongo que cuando empecé a entender lo que hacía mi madre. Ella no era muy del gusto de dar explicaciones, lo que le interesaba era el resultado. También he heredado eso de ella, pero en otros ámbitos. El proceso era un código personal, que como he dicho antes se asemejaba más a la alquimia, a la transmutación de la materia, y solo al alcance de iniciados. Incluso cuando ya era mayor y me dejaba cocinar (he de reconocer que le gustaba como lo hacía y a mí me gustaba cocinar para ella), nunca llegó a revelar al completo cómo concluía sus platos. Pequeños toques de genio que a ella le gustaba mantener en el misterio. Como algo mítico. Yo, como con otros maestros, no aprendí de ella por imitación, sino por una comprensión de su actitud. (Aprovecho para homenajear a esas mujeres, madres mediterráneas, verdadero matriarcado, articulador de sociedades y transmisor de cultura.)
Creo que mi interés por la cocina empezó casi a la par que mi práctica artística sistemática, cuando ya pasada la adolescencia y la primera juventud alcancé cierta serenidad de ánimo. Muchos banquetes y muchos simposios se han sucedido desde entonces.
(Imágenes de la carpeta de obra gráfica PEQUEÑOS PLACERES, 2003)
La relación entre arte y comida, -yo siempre he pensado que son de naturaleza distinta, aunque los dos son de una grandísima importancia cultural- se puede apreciar muy bien en el tratamiento que le ha dado el cine. Las cualidades sensoriales, y el modo de establecer relaciones con la comida, que posibilita la creación de personajes arquetípicos, han generado discursos fílmicos muy interesantes. Me gusta mucho la visión que nos ofrecen ciertos cineastas orientales que es muy ajustada a su manera de entender la cocina y la interpretación poética de los hechos. Entre ellas destaco una película que considero de una maravillosa sensibilidad formal “El olor de la papaya verde”, película vietnamita de 1993, escrita y dirigida por Anh Hung Tran.
Pero reconozco que las películas que más me han interesado son la que se relacionan con el barroquismo del exceso y la exuberancia, y entre ellas hay dos que me gustaría reseñar: la primera, una película del presuntuoso y postmoderno cine de los 80, que adoro, “The Cook, the Thief, His Wife & Her Lover” (1989), producción franco-britanica, escrita y dirigida por Peter Greenaway, con fotografía de Sacha Vierny, música de Michael Nyman y vestuario de Jean-Paul Gaultier.
Aunque sobre esta película he leído interpretaciones de lo más variopintas y peregrinas, alguna relacionadas con el gobierno de Margaret Thatcher (me pregunto que tendrá que ver una guarida de chabacanos bandidos, con la estirada y austera comehuevos –es famosa su dieta de hasta 28 huevos semanales- primera ministra británica), yo pienso que es un drama shakespeariano que se desarrolla como una ópera en los distintos ámbitos de un restaurante. El poder, las intrigas y traiciones, el amor y el sexo, los excesos y contrastes… y como no, el asesinato, la muerte. Todo transcurre en nueve comidas, en un contexto mafioso y soez de derroche e insensibilidad, en realidad, un desprecio a la civilización.
Nunca me gustó comer solo. Creo que la comida es de las pocas cosas que me remiten a la sociabilización. Comer es como el sexo para el humano, y esto lo diferencia de los animales: ellos engullen para nutrirse y tienen sexo para procrear. Nosotros engullimos muchas veces, pero la mayoría almorzamos o cenamos con cierto placer, y también tenemos sexo, pero lo que realmente nos gusta es la parafernalia del erotismo. Por eso, no me resulta agradable comer solo. Prefiero las comidas de doce horas dedicadas a Rossini, a Beethoven, o con la ilusión de ver una buena faena de Morante o Castella, y siempre hablando de arte. Creo que el banquete/simposio es una de las situaciones que mejor me hace sentir, que me aleja de mi tendencia anacoreta, misántropa y escurridiza, y considero que es una de las grandes herencias de la civilización.
Este gusto por el exceso en la comida y en la bebida me lleva a otra de las películas de cocina que más me ha impresionado. Cuatro tipos de valía, asqueados y decepcionados, deciden reunirse para que un eterno banquete acabe con sus vidas: “La Grande Bouffe” (1973. Producción franco-italiana)
Maravillosa e inquietante película del genial Marco Ferreri, escrita junto a Azcona y Francis Blanche, con fotografía de Mario Vulpiani y música de Philippe Sarde. Ferreri llamó a cuatro de los más icónicos actores europeos, Marcello Mastroianni, Ugo Tognazzi, Michel Piccoli y Philippe Noiret, para caracterizar a sus protagonistas. También he leído multitud de interpretaciones casi todas bajo el reduccionismo simplista del materialismo imperante. Yo creo que es una película que plantea el desencanto al que nos lleva la consciencia de la relación vida-muerte. Un alegato libertario sobre el deseo y la insatisfacción, sobre la cultura y la amistad.
LA CENA es un proyecto que tengo abierto desde hace un tiempo. He trasladado al ámbito de la comida, los conflictos generados por los dos aspectos que arman los procesos de civilización, el “apolíneo” y el “dionisiaco”, y que desarrollé en GEOMETRÍA DEL DESCONCIERTO. LAS BACANTES. Una cena que es el drama entre razón y pasión. Un proyecto abierto, ya que, bajo esa premisa me permite ir abordando diferentes obras tanto en formato como en planteamiento. En estas navidades voy a hacer un “hecho” artístico a modo de gran banquete. Ya iré contando.