No recuerdo exactamente cuál fue mi primer contacto con el mundo de la construcción. Sí que tengo grabado el olor a silicato y el tacto áspero del agua del bidón de las obras -ese grande, de combustible, que se llenaba para hacer mezcla, mojar bloques o limpiar herramientas-. Supongo que todos los hijos de albañiles tendremos recuerdos parecidos: cascotes de ladrillos, montañas de arena, estructuras de hormigón con hierros saliendo y todo tipo de trampas y peligros tan del gusto de la infancia.
A mi padre no le gustaba mucho que le llamaran albañil. Él era “Maestro” de obras, y un fanfarrón. Aunque es cierto que su destreza e inteligencia le hicieron valedor de la admiración de algunos técnicos y constructores en el desempeño de su profesión. Una de las pocas cosas que hice con él en mi infancia fue visitar obras, y mientras hablaba o hacía cualquier cosa, yo me entretenía con lo que hubiera a mano.
Lo que recuerdo bien es mi primer “trabajo” en la construcción: a finales de los 70, trasladar un montón de ladrillos y piezas de solería, material para la casa que estaba reformando mi padre para la familia. Después de ese vinieron multitud de chapuzas los fines de semana. Infancia típica en un barrio popular en el que los hijos acompañaban los fines de semana a sus padres a sus tareas en las obras de fontanería, electricidad, carpintería, pintura…
Construir creo que es algo que forma parte ya de nuestra naturaleza desde que los nómadas paleolíticos decidieron asentarse. Casi es una acción espontánea de la que no tenemos una consciencia clara al tratarse de una rutina cotidiana, entramado de relaciones, debates y conflictos sociales. Inherente a la construcción es la destrucción, un mecanismo simbiótico de acción y reacción. Ni partimos de la nada, ni nada es eterno, y cada “generación” y momento necesita “construir” su entorno. Este escrito viene al hilo de una conversación por correo-e con el artista Julio Juste, que acabo de recuperar revisando el archivo, sobre la ciudad de Berlín a principios de este siglo:
Nunca llegué a dar forma a ninguna reflexión acerca de estos pensamientos. Por supuesto no escribí ningún artículo para su web. Demasiado pudor y pocas herramientas para realizar un texto sobre urbanismo con cierto criterio y elocuencia en el medio de un grandísimo “pensador del planeamiento” como fue J.J. Al ver de nuevo esos correos, me he atrevido a hilvanar varias ideas, que aún me parecen válidas, sobre las conclusiones a las que llegué al intentar conocer esta capital europea. He de decir, a riesgo de parecer pretencioso, que conseguí conocer bastante bien el Berlín de esos años, “mejor que muchos berlineses” (según mi amiga Sabine, amable anfitriona que me ofreció una habitación como guarida en el barrio de Kreuzberg). Tampoco es demasiado mérito. Me dediqué a diario a realizar detallados itinerarios por todos los rincones de la ciudad. Además, en esa época muchos berlineses aún estaban muy anclados en la dinámica social que impuso el Muro. Los “wesis” tenían cierta prevención por áreas orientales de mucha conflictividad social y los “ossis” miraban con cierto recelo a sus vecinos occidentales. Estaban en fase de encaje cultural.
Uno de los recorridos urbanos que realicé con especial interés fue el del barrio occidental Hansaviertel, al noroeste de Tiergarten. En este distrito se realizó en 1957 una exposición internacional de arquitectura, el Interbau (Internationale Bauausstellung), heredera de las exposiciones de arquitectura de Sttuttgart, la Weißenhofsiedlung de 1927, o la WerkbundSiedlung de Viena en 1932, laboratorios del Movimiento Moderno. Hansa era un barrio enclavado entre el gran parque y un meandro del río Spree, construido en la segunda mitad del siglo XIX, de manzanas residenciales de alta densidad, y que fue una de las zonas devastadas en la Segunda Guerra Mundial. Para su reconstrucción se organizó un concurso internacional de ideas que, con el lema “La ciudad del mañana”, plantease una serie de propuestas para “una vida mejor”. Bajo los criterios del Movimiento Moderno y el funcionalismo, se pedía una nueva planificación de “manzana abierta” y “ciudad jardín”, además de novedosas soluciones constructivas de alta calidad y rapidez de ejecución. 1.160 viviendas, de las que 601 fueron terminadas en 1957, para los actos de la exposición y el resto en 1960. Walter Gropius, Le Corbusier (aunque este realizó una Unidad de Habitación en otra zona de Berlín, cerca del Estadio Olímpico) y Bruno Taut, fueron algunos de sus más destacados participantes.
Pues esta exposición fue la reacción político-ideológica ideada por las autoridades federales para plantar cara al programa del SED (Partido Socialista Unificado de Alemania) bajo la tutela de Moscú, para un nuevo Berlín capital de la RDA, tras el fracaso por intentar coordinar una propuesta común para el desarrollo urbano de la ciudad. Este momento de “guerra de propaganda urbanística” se enmarca en la coyuntura de mayor tensión en el Berlín ocupado y es fundamental para entender el devenir de la ciudad como símbolo y pieza clave de la Guerra Fría.
En 1952 el gobierno comunista de la RDA comenzó a construir sobre las ruinas de la Franfurter Allee el gran bulevar Stalin Allee (después Karl Marx Allee), como punta de lanza del nuevo programa de reconstrucción de Alemania. Una avenida típica del pomposo y pastelero estilo soviético, ideal para las grandes demostraciones militares y “populares” del 1 de mayo. Como ofrenda a los jerarcas de Moscú, las obras se debían realizar a gran velocidad, y en un contexto de grave crisis económica, el 28 de mayo de 1953, el gobierno publicó un decreto aumentando las normas de producción entre el 10 y el 15% para los obreros no cualificados; el 50% y más para los calificados a los que se modificó al mismo tiempo el sistema de cálculo de las primas (L´Observateur, 25/06/1953). Lo que en la práctica se tradujo en un cada vez menor poder adquisitivo y unas jornadas de trabajo interminables, que finalmente desembocó en una revuelta de los obreros el 16 y el 17 de junio del 53, bajo el grito “¡Queremos pan! ¡Queremos libertad!”, y que fue reprimida brutalmente por soldados soviéticos y la Volkspolizei (Policia del Pueblo) alemana. Como consecuencia centenares de muertos (hay discrepancias entre los 200 a los 500), 2.000 heridos, 5.000 detenidos y 18 soldados soviéticos ejecutados por negarse a disparar a civiles. Konrad Adenauer, canciller de la RFA, denunció en todos los foros internacionales la salvaje represión soviética, y declaró el 17 de junio fiesta nacional de la Alemania libre, además, le cambió a la emblemática avenida Charlottenburger Chaussee el nombre por el de Strasse des 17 Juni.
Tras estos acontecimientos, la tensión en los puntos fronterizos fue cada vez mayor. Cientos de miles de personas abandonaban los distritos orientales para ir a la Europa libre, y varios millones si incluimos a ciudadanos de países limítrofes. En la noche del 12 al 13 de agosto del 61, sin previo aviso y como Secreto de Estado, se levantó casi en su totalidad el Muro (según las autoridades comunistas el Antifaschistischer Schutzwall -Muro de Protección Antifascista-. ¡Cómo me suena ese lenguaje en estos días!) y vigilado por 15.000 miembros de lo que se llamó Grenztruppen (Tropas fronterizas), responsables de casi 200 muertes por intentos de fuga.
Uno de esos muertos fue otro joven albañil, Peter Fechter, nacido en Berlín en 1944 y abatido por la policía del Berlín Oriental el 17 de agosto del 62 cuando intentaba escapar con su amigo Helmut Kulbeik saltando el muro. Tenía 18 años. "Cuando intentó escalar, los guardias de la Deutsche Grenzpolizei dispararon. Aunque Kulbeik logró atravesar el muro, Fechter fue alcanzado en la pelvis, a la vista de cientos de testigos. Cayó de nuevo hacia el “corredor de la muerte” del lado este, donde quedó a la vista de la gente situada en el lado occidental, entre la cual se incluían periodistas. A pesar de sus gritos, no recibió ayuda médica de ninguna parte y se desangró hasta morir aproximadamente una hora más tarde. Se formó una manifestación espontánea del lado oeste que gritaba asesinos a los guardias de frontera”.
Berlín es sin ninguna duda la más interesante y tumultuosa ciudad de Europa. Solo voy a hacer referencia a varios datos sobre ella que nos explican muy bien su importancia. En 1600 tenía 12.000 habitantes y aún poca relevancia en el contexto europeo, por supuesto, nada que ver con las ciudades comerciales de Sevilla, Venecia o Amberes, o políticas como París o Roma. A finales del siglo XIX, en unos 50 años, pasa de una población de 800.000 habitantes en 1875, a 4.000.000 en 1925 y se convierte en una de las ciudades industriales más importantes del continente, acaparando un grandísimo poder político y económico. Este crecimiento se produjo a raíz de un planeamiento barroco de grandes ejes y armadura de orfebrería. Enormes barrios obreros en los que se hacinaban cientos de miles de personas en torno a fábricas. Tan famosos hoy, tan insalubres en su momento.
En los años 30, el arquitecto Albert Speer presentó al Führer una maqueta de la “Welthauptstadt Germania”, el nuevo Berlín que proyectaba Adolf Hitler: Capital Mundial Germania, centro de todo Occidente. Un proyecto que afectaba a la ciudad por completo, pero su característica fundamental era un gran eje. Una avenida central que pasaba por debajo del Arco del Triunfo de Hitler, el cual tendría el doble de altura que el Arco del Triunfo de París y sería el doble de ancho. Después se pasaría junto al Estadio de Germania el cual sería hecho de granito macizo. Continuaría junto a la Cancillería del Reich y el Centro del Movimiento Nazi, al final de la avenida se encontraría el Palacio de los Foros Populares. Este tendría una cúpula de 290 m de diámetro en su base. (Otro de mis recorridos curiosos fue la búsqueda, por donde tendría que haberse situado el Arco de Triunfo, de unas grandes piezas de hormigón que se colocaron -y aún se conservan- como prueba de carga para ver la respuesta del terreno “pantanoso” ante esta colosal obra).
Está claro que el régimen nazi se alimentaba con unas grandísimas dosis de “maldad”. Pero no es menos cierto que fue creciendo en locura frenética ávida de poder. Es demencial (ya lo vimos a algún Emperador Romano) ver como en el 43, cuando la ciudad ya estaba siendo asediada y las bombas aliadas no paraban de destruir barrios completos, como Speer junto a un extasiado Hitler se paraban a contemplar la maqueta de su Germania pensando que los aliados les estaban haciendo el trabajo sucio de desmontar la “antigua y sucia Berlín” para que, tras la Gran Victoria, resurgiera como la obra más grande ideada por ningún líder.
No habiendo tenido suficiente con esa devastación física y moral, tras la guerra, se construyó una de las estructuras más improductivas y criminales para una ciudad, que la marcó en ese momento y paradójicamente le dio la inédita y extraordinaria posibilidad de crecimiento interior a esta capital finalmente unificada. Berlín es el ejemplo, dramáticamente acelerado, de ese ciclo de Construcción-Destrucción.